viernes, 22 de octubre de 2010

El Humor Gualeguaychuense a través del Tiempo

Este rasgo colectivo que se nos atribuye, tiene fundamento y antigüedad. Si buceáramos en sus orígenes, no podríamos partir de 1783, sólo por carecer de antecedentes documentales. Pero un siglo después, Fray Mocho, aunque nacido acá, como visitante ocasional nos describía: ”parecen serios y graves, pero la risa les hace cosquillas y el espíritu bromista que les anima, lo encontrará usted traducido en las insignias del comercio, que son verdaderas joyas del contrasentido y las veletas que coronan las casas. Pues hay tantas, que constituyen otra peculiaridad, llegando a hacer creer que allí es preocupación del público, saber todos los días de qué lado sopla el viento” Y ejemplificaba con ocurrentes anuncios de las casas de comercio, como aquel de “Al pobre diablo”: se venden clavos, tachuelas y otros comestibles.

Sin duda, los inmigrantes, que para entonces ya eran legión, han tenido mucho que ver con ese estilo desinhibido y ocurrente. ¿Y no es acaso el mismo Fray Mocho, un producto del humor gualeguaychuense de entonces? Así lo demuestra el bromista incorregible que fue en el Colegio de Concepción del Uruguay, antes de trascender como autor costumbrista nacional, de incomparable gracia descriptiva.

Aunque no encontramos mucho material documentado en los tiempos subsiguientes, la tradición oral registra un rico anecdotario en el que, por sus ingeniosísimas bromas, sobresalen los hermanos Goyri en los años 20 y 30. De la década del 40 se recuerdan las jocosas creaciones de los estudiantes del Colegio Nacional, en sus festivales del Teatro Gualeguaychú, liderados por Queco Rossi. Solían culminar con un “solo de violín” a cargo del peluquero “Gallareta”, a quien primero hacían ingresar triunfal montado en la engalanada yegua de Loreto, para después bajarlo con una lluvia de tomatazos.

Al filo del medio siglo, el humor gualeguaychuense se había aposentado en varios “templos” de inagotable inventiva: el “Copetín al Paso” de Mario González; el Bar Central de Calavera Orué; más lejos del centro, el de don Bernardo Lavigna o el de Tanicho Indart, en el puerto. La barra del Copetín, capitaneada por su dueño, protagonizó la llamada “broma del siglo”: proclamaron como candidato a Intendente al “Padre Torres”, un mesiánico vendedor de billetes de lotería, cuyos actos proselitistas congregaban más público que los aspirantes en serio, quienes llegaron a sentirse relegados en las preferencias del divertido electorado. En la misma época, algo parecido ocurría con las peleas de Kid Moneque, que en su frondosa imaginación confrontaba en el ring con el norteamericano Joe Luis o el Mono Gatica, cuando en realidad eran el Negro Pitingui Duarte y Carlitos Buffarini. Este marinero, dicho sea de paso, era una fuente inagotable de dichos ocurrentes. En los años 60 un conocido repartidor de diarios acaparaba las hurras del público, en memorables competencias de ciclismo.

Y aún en ambientes más formales, como las casas de estudio, el humor siempre se hacía su lugarcito. En 1958, los alumnos de tercer año de la ENOVA hicieron una magistral imitación de todos sus profesores, sin excluir la adusta Directora y el temible Vice. No era para menos: los desopilantes textos en verso de Elvira Cepeda de Bugnone, sustentaban aquel magnífico trabajo actoral que todavía recordamos.

Algunos profesores de la época eran verdaderos Maestros en su materia, pero también lo eran en el humor. Don Rodolfo García, con su potente vozarrón y sin esbozar sonrisa, nos disparaba contundentes sarcasmos que nos hacían estallar de risa y eso hacía que sus enjundiosas clases resultaran una fiesta para el espíritu. Sin quererlo, aquel gran profesor nos imprimía a los alumnos, su chispa ocurrente. Cabe preguntarnos hoy si uno de sus discípulos dilectos, el talentoso Pedro Luis Barcia, no tendrá en su histrionismo desbordante algo de esa marca de origen gualeguaychuense.

En tiempos más recientes, otros dos docentes, Jacobo Vaena y el Negro Vignola, parodiaban a Míster Chasman y Chirolita, con sorprendente maestría.

En sus años iniciales, el Desfile de Carrozas Estudiantiles trasuntaba esta condición y tanto abundaban las creaciones humorísticas, que existía una categoría especial para ellas.

Luego, en la Universidad de La Plata de los años 60, recogimos jugosas anécdotas que todavía resonaban en algunas facultades, y que habían sido protagonizadas por ex estudiantes gualeguaychuenses como Roque Bértora, Carlucho Rivero y otros. Y presenciamos personalmente anécdotas que hicieron historia, entre ellas, un célebre examen en el aula Magna de la Facultad de Derecho. El prestigioso y circunspecto Profesor Julio Cueto Rúa estallaba de risa ante cada intervención de un alumno gualeguaychuense que hablaba con aire tan doctoral, que por momentos, en esa mesa no se sabía quién era quién. Claro, el singular examinado era el legendario Polo Orué. Pese a los esfuerzos de la cátedra, no pudo ser aprobado ese día. Similar anecdotario dejó Tito Morrogh Bernard en su dilatado paso por la UBA.

La vena histriónica gualeguaychuense también fluía y se nutría en numerosos comercios de entonces. Los hermanos Crespo, en el Bazar Alemán, no precisaban ensayo para hacer caer a sus víctimas ocasionales, casi siempre clientes, que finalmente terminaban sintiéndose parte de la trama.

Enfrente, en el Café Argentino, el mozo Eduardo Piedrabuena era una fuente permanente de ocurrencias y cargadas. Muy cerca, los gallegos Pomés eran capaces de armar en el acto una conversación para “hacer entrar” al recién llegado.

De la misma época provienen otros aportes notables, como los cuentos de Don Justo de la Cruz, cuya gracia radicaba en sus exageradas mentiras.

Pero si algo ha caracterizado a los gualeguaychuenses, es la agudeza para los sobrenombres; y la fuente principal estaba en el frigorífico. En las escuelas, aún hoy asombra el ingenio de los alumnos para bautizar a sus compañeros; suelen acertar magistralmente, sobre todo, cuando el estilete apunta a algún rasgo físico.

El día de los inocentes había que estar en guardia aunque para los bromistas de profesión, cualquier fecha venía bien. La memoria colectiva aún recuerda el día en que Camito Moussou “le hizo sacar la lotería” a Pedro Mazella. Otro de temer, era Julio Sánchez: un día me convocó al Hotel París para presentarme un conspicuo “dirigente político”. Tras unos minutos de conversación se le vio la pata a la zota: el hombre no ensillaba con todas las caronas. Pero como no se podía desperdiciar semejante filón, en pocas horas le organizamos un “acto de proclamación” multitudinario.

Y aquí surge una condición lugareña típica: para organizar cosas así, sólo bastaba con golpear las manos y en un rato aparecían voluntarios de todas las edades. Uno de ellos fue Peruco Suilar, un genio en la materia.

Desde la música, tuvimos aportes inolvidables: Abelardo Rivas solía disfrazarse para divertir a su público; Pepe Ramos, acomodador del cine y gran cantor de tangos, decía las ocurrencias más graciosas sin siquiera sonreír. Pero el máximo exponente ha sido sin duda Miguel Ángel Chacón, cuya virtud comenzaba en reírse de sí mismo. Y con una velocidad mental insuperable, Guecho colocaba sus café-concert a la altura de los mejores espectáculos del rubro.

Cuando a fines de los 70 resurgió nuestro carnaval, inmediatamente irrumpieron en el corso las versiones satíricas de la fiesta. La comparsa Los Gordos y la Guardería Los Angelitos eran por entonces productos genuinamente gualeguaychuenses.

Y hasta en los ámbitos más recoletos, como el de la Justicia, el humor también se abría paso. Muchos colegas de la Provincia nos recuerdan como un foro con buena onda. Hace 30 años, quien esto escribe, editaba acá el “Chismerama Forense del que no se salvaban ni los jueces y más de una vez lo mandaban pedir de la Casa de Gobierno o del Superior Tribunal para matizar su árida rutina.

Milo Buschiazzo, un eximio Fiscal, dejó escritas piezas memorables como el cuento “El Pavo de Navidad” publicado en El Argentino e inspirado en el regalo que le hiciera Guaro Borrajo a Cato Coll Grané. Palito Merello, eficiente Secretario, siempre se hacía un lugar para el humor y alguna vez llegó a “fabricar” un expediente para cargar a un colega, con la complicidad del resto.

Hasta el Palacio Municipal ha sido entre nosotros, escenario de bromas insólitas. Hace unos años me tocó “el honor” de recibir a 40 Arquitectos visitantes y darles la bienvenida como “Intendente”. En esa farsa se anotaron no sólo funcionarios y concejales sino hasta el Intendente verdadero, Daniel Irigoyen. Aquellos profesionales, luego del desengaño, quedaron admirados y finalmente coincidieron que algo así, “sólo era posible en Gualeguaychú”.

Y así es: no sabemos si este modo de ser nos prolonga la vida. Pero sin duda, la vivimos mejor.

Ojalá que en el próximo siglo esta honrosa tradición tenga asegurada su continuidad. Y si alguien nos anuncia que se ha interrumpido, por favor, que no pase de ser una broma.


sábado, 10 de julio de 2010

Perdón, Doctor Emilio Marchini

Por haberlo olvidado.

El hombre del reloj, quedó lejos en el tiempo.

El 9 de julio cumplió cien años el reloj de nuestra Catedral. Con ese motivo, alguien recordó que Emilio Marchini presidía en 1910 la comisión que -mediante una colecta popular- lo compró para regalarlo a la ciudad, en el Centenario de la Patria. Es ingrato comprobar que las generaciones actuales, poco saben de uno de nuestros hombres públicos más trascendentes.

Nació en 1859 en un hogar de inmigrantes italianos: Luis Marchini y Catalina Gotusso. Con sacrificio, ellos pudieron enviarlo al Histórico Colegio de C. del Uruguay, único en la región. Allí trabó amistad con alumnos de ésta y otras provincias. Cuando en 1877 el gobierno de Avellaneda les suspendió las becas, aquellos internos, sin darse por vencidos, crearon una entidad: La Fraternidad que tuvo a Marchini entre sus fundadores, junto a Francisco Barroetaveña, José Benjamín Zubiaur, Cipriano Ruiz Moreno, Luis Peyret, J. A. Casacuberta, Facundo Grané y Juan Bidart entre otros. Para recaudar fondos con los que ayudar a los ex becarios, crearon una compañía teatral, que en un carretón recorrió los pueblos cercanos. Uno de aquellos noveles actores era Emilio Marchini, a quien apodaban “el gringo”. El resto del elenco habla de las potencialidades del legendario grupo: Fray Mocho, Martiniano Leguizamón (allí compuso su primera obra: “Los apuros de un sábado”) y Pedro y Martín Coronado. En esa carreta viajaba la simiente de la futura escena nacional. Marchini egresó en 1878 y para costearse la carrera de abogacía en Bs. As., tuvo que conseguir un empleo.

De regreso, ya abogado y con apenas 25 años, fue electo Diputado Provincial en 1884. Así inició una larga y prolífera carrera como hombre público. De aquella Legislatura surgieron leyes que encauzaron el progreso: caminos, ferrocarriles, puertos, escuelas, edificios públicos y en general, el fomento de la agricultura, la ganadería y el comercio. Terminado el mandato, Marchini se dedica a su profesión y pronto se destacó como el abogado más identificado con los comerciantes, por su ardorosa defensa frente a la presión fiscal de los gobiernos. En 1892 fue Presidente del Consejo Escolar y él mismo tomaba los exámenes, que eran públicos.

En 1894 es designado Juez en lo Civil de Gchú; fue un magistrado probo y ecuánime. Vuelve a la profesión, y en 1899 ejerció una influencia decisiva en la fundación del Centro de Defensa Comercial e Industrial, a través de un brillante discurso que pronunciara en el Edificio “Entre Argentinos y Orientales”. En 1900 fue elegido Intendente Municipal. Luego fue miembro de la Convención Constituyente de 1902. Participó intensamente en la vida comunitaria de nuestra ciudad, justo en la década del Centenario, tan fecunda en realizaciones de gobierno e instituciones sociales. Fue Presidente del Club Recreo en 1899, de la Sociedad Rural desde 1903, de la Sociedad Italiana Unione e Benevolenza y de la Biblioteca Sarmiento, desde 1905. Aunque no puede resumirse todo en esta nota, como directivo de esas entidades, dejó la impronta de su visión y empuje.

Se reincorpora a la vida pública como Senador Provincial; presidió ese Cuerpo en 1907 y 1908 y luego fue Ministro de Hacienda de Faustino Parera. En 1910 fue electo Vicegobernador de la Provincia, integrando la fórmula con Prócoro Crespo, cargo que ocupó hasta 1914.

La intensa vida pública no le impidió cultivar la lectura, lo que hizo de aquel hijo de inmigrantes, un hombre de sólida ilustración. En sus ratos libres, compartía momentos de diálogo con dos grandes amigos del barrio: el Padre Juan Carlos Borques y Don Luis Doello Jurado. Es de imaginarse el vuelo intelectual de aquellas pláticas. Fue un eximio conferencista y entre sus buenas piezas oratorias se recuerda el discurso que pronunció en la colocación de la Piedra Fundacional del Hospital Centenario (1910).

En 1916 fue electo Diputado Nacional. Los diarios de sesiones reflejan sus proyectos y discursos sobre vastísimos asuntos. En materia de Educación Pública, nos asombra su dominio sobre el tema. Ese año se debatió el proyecto sobre reforma educativa de Carlos Saavedra Lamas. Ya no estaba Don Osvaldo como ministro para defender la enseñanza técnica, al igual que en 1899. Sin embargo, el entrerriano Emilio Marchini lo suplía con tal nivel de identificación, versación y calidad oratoria, que al leerlos hoy, en algunos tramos nos parece que hablara el propio Magnasco. En aquella época, muchos legisladores nacionales eran también grandes educadores y Entre Ríos aportó una verdadera pléyade de éstos. Baste recordar a Alberto Larroque, José María Torres, Alejandro Carbó, Leopoldo Melo, Ernesto Bavio y Manuel Antequera. Ello explica en parte, por qué Argentina pudo concretar el más ciclópeo esfuerzo educativo de Sudamérica. Veamos lo que decía Marchini en aquel memorable debate: “quiero para mi Patria, la instrucción obligatoria, gratuita y laica, que aunque ya está vigente, sea eterna. Una ley de enseñanza primaria, secundaria y práctica, que armonice las distintas tendencias sociales. Quiero renta escolar propia y autonomía para la Educación Pública, quiero la educación primaria e industrial en todas sus manifestaciones; primas y recompensas para los estudiantes, especialmente los de trabajos manuales, carpintería, herrería y fundición mecánica” –citando a Zubiaur- y más adelante agregaba: “es necesario que el P. Ejecutivo se preocupe de dirigir las energías de nuestra juventud hacia otros rumbos que no sean los colegios nacionales o las escuelas normales” He ahí Magnasco hablando por boca de su continuador, que lo era también de una línea que había arrancado con Belgrano y seguía con Alberdi y Sarmiento. Era una noble y enaltecedora gesta política: los hombres de mayor cultura, luchando por la enseñanza práctica para sacar a los pueblos de la pobreza y marcarles el rumbo del desarrollo. No ha de extrañar entonces que en 1920, él le sugiriera a Camila Nievas imponer el nombre de Magnasco a la entidad que con Luisa Bugnone fundara en 1898.

Otras intervenciones suyas nos muestran al legislador sensible ante los temas sociales, como cuando presenta un proyecto para terminar con el abuso de pagar a los peones rurales con vales, en las propias pulperías.

Como jurisconsulto, era estudioso de las leyes y un reformista de avanzada. Ya en su tesis doctoral de 1884 proponía la derogación del viejo art. 342 del Código Civil, que impedía a los hijos adulterinos, incestuosos o sacrílegos, investigar su paternidad. Lo que recién vino a concretarse en 1985 ¡un siglo después! En una conferencia sobre Derecho Penal, propiciaba la reforma del antiguo Código, por anacrónico (se derogó en 1922). Su análisis no se agotaba en la letra de la Ley: contemplaba el dolor humano, la miseria, la decadencia física del obrero y las necesidades extremas que finalmente llevan a delinquir. Reclamaba que las cárceles funcionaran como establecimientos terapéuticos. Muchas de las inquietudes expuestas por él, integran hoy el moderno Derecho Penal.

Dos problemas de Gualeguaychú fueron objeto de su preocupación como legislador nacional: La ampliación de la Escuela Normal, cuyo edificio originariamente no había sido construido para ese destino y el puerto, cuya primera remodelación importante en 1904, fue posible gracias a su apoyo legislativo.

Todo esto y mucho más nos dejó Emilio Marchini. Murió en 1926 y desde entonces, el hombre que entregó el reloj, quedó olvidado en el tiempo. Ya lo estaba en 1959 al cumplirse un siglo de su nacimiento, cuando María Felisa Obispo Murature, escribió la biografía de la que hemos tomado muchos datos. Hoy nadie se acuerda de él; no existe en Internet, ni una calle lleva su nombre. Un olvido deja de ser injusto, si no es definitivo. Sería interesante que entre las numerosas instituciones –públicas y privadas- que se nutrieron de sus aportes, reeditaran y completaran esa obra biográfica.

Mientras tanto, Dr. Marchini: le pedimos perdón por nuestro olvido. Cuando pronto vuelva a funcionar el viejo reloj que Ud. entregó, talvez el mismo nos marque la hora de la justicia que le debemos.

Cargos que ocupó:

Miembro fundador de La Fraternidad, 1877

Diputado Provincial, 1885-1891

Presidente del Consejo Escolar, 1892-1893

Juez Civil y Comercial desde 1894

Intendente Municipal, 1900-1901

Convencional Constituyente, 1902

Senador Provincial, 1907-1908

Ministro de Hacienda, 1908-1910

Vicegobernador de E. Ríos, 1910-1914

Diputado Nacional, 1916-1918

Presidente de: Club Social Recreo Argentino, Sociedad Rural, Sociedad Italiana Unione e Benevolenza, Biblioteca Sarmiento, miembro fundador del Centro de Defensa Comercial e Industrial, Presidente de la Comisión Pro Reloj de la Parroquia San José.

Descendencia:

De su matrimonio con Zulema Furlong, nació Emilia Joaquina, “Vita”. De la unión de ella con Arturo Teodoro Oppen es Arturo Emilio, “Tuly”