domingo, 8 de noviembre de 2009

Recuerdos del Martín Fierro y una docente de ley

María Felisa Obispo Murature (Filucha)


No ha sido fácil para quien escribe en esta sección, la decisión de incluir -como excepción- algunos recuerdos personales. No obstante, considerando que podrían resultar de interés y que muchos del Gualeguaychú de antaño los conocen, nos hemos animado al siguiente relato.

Esto ocurrió hace más de 50 años. El 29 de Junio de 1958 yo recién cumplía 13 años, todavía no me había puesto los pantalones largos. Ese día -San Juan y San Pedro- tirando cuetes desde lo alto de las ruinas del Teatro 1° de Mayo, me caí de 7 metros y me quebré una pierna. Debí pasar en cama varios días antes de que Roberto Altuna pudiera enyesarme. Entre otras visitas, recibí una, cuya influencia posterior en mi vida no imaginé por entonces. Era María Felisa Obispo Murature, mujer cultísima, escritora y docente de raza para todas las edades, mano derecha de Camila Nievas, hasta poco antes, Vicedirectora de la escuela en que empezaba mi secundaria: la Normal Olegario V. Andrade. Entre su tono delicado y a la vez sentencioso, con su voz pausada frente a la mía, chillona y tímida, se estableció el siguiente diálogo:

“-Mira Gustavo, te traje este ejemplar del Martín Fierro. Dentro de unos días, cuando vuelva a visitarte, quisiera que me recites el menos, diez estrofas…

-Pero Filucha, usted me pide algo imposible…cuando me aprenda una, me olvido de la otra…

-No hijo, eso es lo que tu crees; ya verás que cada nueva estrofa te costará menos y seguro que vas a poder: la memoria se hace con ejercicio.”

A los pocos días me visitó de nuevo y pude recitarle las 72 estrofas de la pelea con el indio pampa.

Desde entonces ejercité la memoria. También leí y releí completo el Martín Fierro del que recitaba largos tramos pero nunca en público, porque era muy tímido. Por entonces.

No era de mucho salir, pero una noche de verano me fui hasta los obeliscos, donde se hacía un gran festival organizado por la primera Comisión Municipal de Turismo que tuvo Gualeguaychú durante la gran intendencia de Ignacio H. Bértora. La presidía Héctor Eleuterio GranéMicho- motor de muchas inquietudes comunitarias. En esos festivales actuaba como bastonero Marco Aurelio Rodríguez Otero, hombre dispuesto para colaborar en toda iniciativa de bien público. Se realizaban los sábados y el programa incluía la participación de instituciones de bien público. Éstas, en la edición siguiente, debían cumplir la prenda respectiva que allí públicamente se les asignaba. Si la cumplían, ganaban un jugoso premio.

Todo iba tranquilo hasta que anunciaron lo que debía cumplir el Instituto Tutelar de Menores, que dirigía Don Manuel Alarcón, vecino respetabilísimo, amigo de mi padre. Debía presentar “un memorioso que nos deleite con las estrofas del Martín Fierro”. En ese momento nació el conflicto: por un lado mi timidez y el imaginarme de golpe frente a tan inmenso público; por el otro, el deseo de colaborar… que finalmente se impuso. Al lunes siguiente fui al Tutelar y al no encontrar a Don Manuel, hablé con Pablo Selene y Cándido J. Manzanares, a cargo del taller, con quienes luego de presentarme, se estableció este diálogo:

- ¿Y para qué lo buscas a Don Manuel?

- Bueno, yo venía porque ustedes necesitan un memorioso que este sábado les recite el Martín Fierro…

- Ah qué bien, lo andábamos buscando ¿y a quién nos conseguiste?

- Y..soy yo…

- Glup…

Luego supe que mi padre habló con Don Manuel y al sábado siguiente ya estaba listo para actuar. Recuerdo que otra institución tenía como prenda, presentarlo a Peruco Suilar y que nos hiciera reír con uno de sus cuentos, en lo que era insuperable. Otros, debían esquilar una oveja.

Cuando me presentaron en escena, estaba muy asustado. Pero como el recitado lo tenía bien aprendido, allí nomás me largué. Al principio, la gente se reía por mi voz de pito. Luego empezaron a prestar atención y se hizo un respetuoso silencio que me dio más aliento. Cuando habían transcurrido unos 15 o 20 minutos, noté que Marco Aurelio me tiraba suavemente del saco, pero estaba tan embalado, que no le llevaba el apunte y seguía; la gente empezaba a aplaudir y yo quería llegar al final. Pero se hizo muy largo y debí interrumpirlo. Una gran ovación me despidió del escenario y al otro día era en todo Gualeguaychú, el chico del Martín Fierro. Ayudó a ello que por entonces nuestra ciudad era más familiar y silenciosa: la amplificación de las bocinas había llegado a casi todos los barrios.

Esa prueba me ayudó a vencer la timidez. A tal punto, que al poco tiempo conducíamos juntos, con el mismo Marco Aurelio, otros festivales en el puerto, destinados recaudar fondos para los corsos de la calle 25.

Seguí leyendo el poema criollo y sobre José Hernández. A los 18 años, fue el tema de mi primera charla, en un sitio no habitual: la Confitería París, de los hermanos Heinrich. Recitaba ésa y otras partes del Martín Fierro en cuanta peña había, del campo y la ciudad. Luego incursioné en otros poemas y autores criollos. No era una predilección aislada: el Martín Fierro, Santos Vega, Anastasio el Pollo y don Segundo Sombra, eran personajes conocidos y admirados por lo jóvenes. Cuando dábamos serenatas, en el repertorio había un lugar amplio para el recitado gauchesco y la música folklórica. Los conjuntos clásicos, como Los Chalchaleros y Los Fronterizos, se repartían nuestras preferencias, mientras surgían valores jóvenes como Jaime Torres, el Chango Nieto, Suma Paz, Julia Elena Dávalos y Zamba Quipildor, entre muchos otros.

Una noche de 1964, el país entero se paralizó para escuchar por primera vez, una emisión radial en estereofonía: era la presentación de la Misa Criolla. En una pensión de calle 49, en La Plata, nos juntamos un grupo de estudiantes gualeguaychuenses con dos radios, para seguir la histórica transmisión. En aquellos años gloriosos, en que la Escuela de Horticultura y Juventud Unida organizaban el Abrazo Celeste y Blanco, el pueblo entero concurría y se quedaba hasta bien entrada la madrugada. Su conductor Marco Aurelio, también.

Después, hace un cuarto de siglo me incorporé a Ceycfolk, Centro de Estudios y Cultivo del Folklore conducido por la incansable Mamita Rivero. Para cada 10 de Noviembre, ella me ordenaba dar una charla, fuere sobre José Hernández, Claudio Martínez Paiva, Rafael Obligado, Martiniano Leguizamón o Florencio Molina Campos, a quien dedicaremos la próxima nota, por cumplirse este mes, 50 años de su muerte.

Nuestra educación incluía muchos contenidos sobre Joaquín V. González, Ezequiel Martínez Estrada y Leopoldo Lugones. Entonces, cada uno de nosotros podía repetir con Lugones, el final de sus Odas Seculares: “feliz quien como yo ha bebido Patria, en la miel de su selva y de su roca…”

Todo eso terminó. Un día vinieron lo chicles globeros, después la cultura yeah yeah; se cambiaron las guitarras por los flipers, los bombos y cajas por los walk-man y los héroes criollos por los pokeman…y entre todos, a la argentinidad la bajaron a palos. Ahora hasta el Martín Fierro está en tela de juicio para algunos intelectuales y hasta la palabra gurí, estamos olvidando los entrerrianos.

Lo aceptamos; cada tiempo con sus protagonistas y sus valores. Pero yo me quedo con aquello.

Ah…y muchas gracias Filucha por todo lo que recibí en aquellos diez minutos y lo mucho que hizo por nuestra generación.

Hoy tengo los años que usted tenía cuando me visitó y cercano a jubilarme. Cuando me retiren del todo, espero reencontrarla, darle un beso ¡y recitarle de un tirón las 72 estrofas!