lunes, 20 de octubre de 2014

El ADN de los Gualeguaychuenses

EL ADN DE LOS GUALEGUAYCHUENSES
Por Gustavo Rivas

Nos preguntamos si la condición de la comunidad gualeguaychuenses de valerse por sí misma, tiene alguna relación con el carácter de los primeros habitantes. Algo hay.

Vivir con lo nuestro

Ellos no vinieron con una expedición fundadora; ya estaban afincados desde antes. No tenían una autoridad a quien someterle sus problemas: se las arreglaban solos. Se habían congregado cerca de una capilla, en el centro del rancherío. Pero ésta no tenía un cura estable y estaba en virtual abandono. Por si algo faltara, los vecinos no tenían títulos de sus terrenos y a los terratenientes -que sí los tenían- pretendían expulsarlos por “ocupas”, como diríamos hoy. Así vivían cuando pasó por acá el primer Obispo del Río de la Plata, Sebastián Malvar y Pinto – que instó la fundación de estos pueblos- y cuando llegó Tomas de Rocamora. Ellos sí que practicaban aquello de “vivir con lo nuestro”. Sólo por agua, podían viajar a la única población cercana de la región: Santo Domino de Soriano.




El aislamiento se prolonga

Tanta adversidad generó en aquellos pioneros tal fortaleza de espíritu, que  se ha transmitido a las sucesivas generaciones. Sin embargo, esa situación en origen, no es suficiente para validar esas conclusiones.
Hay algo más; y es que esa situación inicial de soledad se mantuvo  durante un siglo. Y aunque después se atemperó, podemos decir que el aislamiento se extendió por otro siglo más. Entonces sí, cobra sentido la relación con la idiosincrasia gualeguaychuense. Porque la integración fue gradual: primero con el puerto, después con  las rutas terrestres, a Buenos Aires y al resto de la provincia. Y con la apertura de los grandes puentes y la autopista mesopotámica, para la época de nuestro bicentenario, se alcanzó la integración territorial que dejó atrás el aislamiento.
En los inicios, esa situación dificultaba todo y por ello el desarrollo se hacía muy lento. Para mediados del siglo 19, las calles aún eran de tierra, las casas y hasta la pequeña parroquia, de adobe y paja, sin alumbrado ni otros servicios. La población crecía en forma vegetativa y con lentitud, aunque  empezaban a llegar inmigrantes. Venían por agua y bajaban en un pequeño puerto.

 Y algunos ataques…

El espíritu de los gualeguaychuenses se fue forjando en esa soledad. Además, tuvieron que defenderse de algunas invasiones, como la de Juan Angel Michelena en 1810, corrido luego por las huestes de los primeros caudillos regionales, Bartolomé Zapata y Gregorio Samaniego. Nos ayudó mucho Jose Gervasio Artigas y  después Francisco Ramírez, contra nuevas invasiones enviadas desde Buenos Aires.
En 1845 Gualeguaychú fue ocupada por las tropas de José Garibaldi, y aunque algunos ya lo hemos perdonado, nuestros antepasados debieron soportar ese mal trago. En 1852 llegaron las huestes antiurquicistas del General Manuel Hornos y en 1868 tuvimos la invasión más letal: el cólera que dejó miles de muertos; en el campo se hacían fosas comunes para enterrarlos. En 1870 nuevamente la guerra civil con Ricardo Lopez Jordán, y la batalla de la Isla.

Sin embargo, algo se había movido en la ciudad- que lo fue desde 1851- ya teníamos el Teatro 1° de Mayo, los cimientos de la Parroquia, iniciada en 1863, mismo año en que se remodeló el puerto. Y algunas industrias -saladeros y molinos- ya funcionaban. Salvo el puerto, todo se fue haciendo con el esfuerzo de los propios gualeguachuenses, lo que iba perfilando aquello de “madre de sus propias obras

Primer gran salto en el desarrollo

Pero fue después de las revueltas de Lopez Jordán, 1875 en adelante, cuando se dieron las condiciones para el primer gran salto de desarrollo: la pacificación de la provincia, la Ley Avellaneda de inmigración y las compañías colonizadoras. Oleadas de extranjeros llegaban para aposentarse en los campos y hacerlos producir. Se iban terminando los grandes latifundios, nacían las colonias y empezaba a moverse la riqueza dormida del campo. Todo ello se trasuntaba en la ciudad, en la que, inmigrantes como Domingo Garbino, instalaban sus molinos, saladeros, casas de comercio, bancos y hasta empresas navieras. Se edificaba con ladrillo y a mayor altura. Vinieron los empedrados, el alumbrado a gas, el teléfono y el tranvía. Estos servicios eran atendidos por empresarios locales. La llegada del ferrocarril en 1889 fue casi concomitante con la inauguración en 1890 de la Parroquia San José, obra gigantesca para el Gualeguaychú de entonces. La impulsó un curita de 27 años: Luis N. Palma, y se hizo con el aporte de la comunidad. Se iba plasmando en obras aquel ímpetu de no darse por vencidos.
A las escuelitas particulares, se sumaron en 1892 las Rocamora y Mateu, además de la Rawson, que ya existía.

Cambios en la década del centenario

Todo ello modificó la estructura social. Nacían nuevas entidades: mutuales de inmigrantes (con sus hermosos edificios), sociedades de baile, de beneficencia y las culturales, con gran impulso. Pero en la década del Centenario de la Patria, la ciudad cambia su fisonomía. El palacio municipal, el de tribunales, el frente de la Parroquia, el Banco de la Nación (actual Neptunia) y la Escuela Normal se suman a bellas residencias particulares.

En la siguiente, varios clubes deportivos se fundaron en esa década. La Sociedad de Beneficencia construye el Hospital Centenario y un grupo de vecinos hace el Teatro Gualeguaychú. Que, a diferencia de otros, se financia con una gran colecta societaria. Esto último vuelve a marcar esa condición gualeguaychuense: la del esfuerzo común. Por si faltara una prueba, en 1923 un grupo de ganaderos se agrupa para emprender la obra más emblemática de nuestra historia: el Frigorífico Gualeguaychú, con alma de cooperativa y forma de sociedad anónima. ¡He ahí el sello Gualeguaychú! La zona rural ofrecía su correlato: en los años 20 los frentistas se agrupaban en consorcios para construir y mantener caminos.

Cabe destacar que todas estas obras, el impulso nacía de los particulares pero con al apoyo del Estado.

Uno de aquello consorcios, cambió la historia de la región. Fue cuando a Don David Della Chiesa se le ocurrió abrir ¡una ruta a Buenos Aires!  Aquel jalón tuvo su continuidad en 1968, si bien en este caso, no fueron los gualeguaychuenses quienes hicieron la obra. Pero fue nuestra ciudad  la protagonista de la mayor gesta  que se recuerde, para solicitar la obra Zarate Brazo Largo. Dos gualeguaychuenses encabezaban ese movimiento interprovincial: mi padre, Andres R. Rivas y David 

Della Chiesa (h).

En  1927 llegaron las obras sanitarias mientras la ciudad crecía al ritmo de las actividades; el barrio Pueblo Nuevo es muestra de ello y otros se iban formando. Y en cada uno se iban levantando las nuevas capillas y parroquias. Algo de todo eso se habrá tenido en cuenta para que en 1957, fuéramos sede  de la nueva Diócesis.

ADN Gualeguaychú

Dos años más tarde, sufrimos la creciente más amplia de su historia. Y ratificando aquello de no sentirse vencidos, Eclio Giusto, uno los más perjudicados, 6 meses después, le regalaba a los estudiantes, la primera carroza. Desde entonces el ADN gualeguaychuense tuvo una 5ta. base nucleótida: la “carrocina”. Esa tradición carrocera fue uno de los factores que viabilizaron el carnaval del país. Que se gestó en la misma década en que nacía nuestro Parque Industrial, fruto del esfuerzo mancomunado de comerciantes, industriales, y Municipalidad. Y el movimiento ambiental reciente nos muestra que ese espíritu de lucha sigue vivo.

En conclusión: Gualeguaychú es madre de sus propias obras por el mérito de su habitantes a largo del tiempo y lo seguirá siendo; está en su ADN.